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Apuntes sobre el papel del control externo en el ámbito del Derecho a una Buena Administración
 
Revista Auditoría Pública nº 67, de junio de 2016.
 
Por Enrique Benítez Palma
Cámara de Cuentas de Andalucía
 
 
La gestión pública se ha visto desbordada en estos últimos años debido a la crisis, las políticas de austeridad y los fallos de los controles en las políticas públicas. Los errores de supervisión financiera, en unos casos, la ineficacia de muy diversas decisiones de gasto público, en otros, y la sensación ciudadana de que el sector público ha dejado de proteger y servir a la sociedad para enfocar su acción hacia grandes intereses financieros y corporativos, por una parte, y a certeros intereses electorales a corto plazo, por otra, son las causas posibles, pero no únicas, de una clara desafección también hacia lo público.

            Este deterioro de la imagen de lo público ha coincidido en el tiempo con un cambio de paradigma interrumpido. Si en los años ochenta del siglo pasado se presentó con entusiasmo la Nueva Gestión Pública como antídoto frente al neoliberalismo que discutía todo lo que hacía el Estado, y en los noventa llegó la Gobernanza para dotar de legitimidad a lo público a través de la participación ciudadana, esta crisis de imagen, esta orfandad que sienten muchos ciudadanos al ver que los recortes se ceban con la parte más vulnerable de la sociedad, no tiene todavía un paradigma de gestión que sostenga la necesaria reconversión de lo público hacia un sistema de valores que incorpore conceptos en auge como transparencia, rendición de cuentas, ética pública, integridad, buen gobierno o buena administración. Se trata sin duda de términos ya manejados, pero que deben construir entre todos un nuevo marco de referencia, un nuevo paradigma que devuelva a la gestión pública su papel como vector de cambio hacia una nueva forma de hacer las cosas, y también la legitimidad social perdida en estos años de despilfarro, ausencia de control, deterioro de servicios fundamentales y austeridad como casi exclusiva estrella polar de las políticas públicas.
 
La propuesta de garantizar el derecho a una buena administración queda consagrada en la Carta Europea de Derechos Fundamentales, aprobada en el ya lejano año 2000, y que en su artículo 41 (Derecho a una Buena Administración) establece textualmente los siguientes mandatos:
 
1. Toda persona tiene derecho a que las instituciones y órganos de la Unión traten sus asuntos imparcial y equitativamente y dentro de un plazo razonable.
2. Este derecho incluye en particular:
   • El derecho de toda persona a ser oída antes de que se tome en contra suya una medida individual que le afecte desfavorablemente,
   • El derecho de toda persona a acceder al expediente que le afecte, dentro del respeto de los intereses legítimos de la confidencialidad y del secreto profesional y comercial,
   • La obligación que incumbe a la administración de motivar sus decisiones.
3. Toda persona tiene derecho a la reparación por la Comunidad de los daños causados por sus instituciones o sus agentes en el ejercicio de sus funciones, de conformidad con los principios generales comunes a los Derechos de los Estados miembros.
4. Toda persona podrá dirigirse a las instituciones de la Unión en una de las lenguas de los Tratados y deberá recibir una contestación en esa misma lengua.


            Si bien la Carta Europea de Derechos Fundamentales hace referencia, en su artículo 43, estrictamente a la figura del Defensor del Pueblo, el desarrollo de estos preceptos y su incorporación a las distintas legislaciones nacionales han permitido la expansión de una normativa vigilante, en el sentido más amplio de la palabra, de la acción de la administración pública. Toda la legislación contemporánea y reciente relacionada con la transparencia, el buen gobierno, el acceso a la información, la protección de datos o el gobierno abierto (conceptos tan distintos entre sí como relacionados a la hora de su implementación) tiene como paraguas justificativo precisamente la Carta Europea de Derechos Fundamentales.

            En este contexto, es adecuado recordar que precisamente en el año 2015 se ha modificado la Ley del Tribunal de Cuentas con objeto de ampliar sus cometidos. En efecto, la Ley Orgánica 2/1982 del Tribunal de Cuentas fue expresamente modificada por el legislador a través del artículo 3.5 de la Ley Orgánica 3/2015, de 30 de marzo, de control de la actividad económico-financiera de los Partidos Políticos.

            De esta manera, si ya el artículo primero de dicha Ley 2/1982 afirmaba que “el Tribunal de Cuentas es el supremo órgano fiscalizador de las cuentas y de la gestión económica del Estado y del sector público”, la nueva redacción del artículo noveno establece en su punto primero que su función fiscalizadora “se referirá al sometimiento de la actividad económico-financiera del sector público a los principios de legalidad, eficiencia, economía, transparencia, así como a la sostenibilidad ambiental y la igualdad de género”.

            Acorde con esta nueva redacción de su Ley, el Tribunal de Cuentas ha incorporado en su Plan de Actuaciones para el año 2016 la fiscalización del principio de transparencia como una cuestión transversal que debe analizarse, de la misma manera que debe hacerse con el principio de igualdad de género. Un asunto que enlaza de lleno con las consecuencias prácticas del desarrollo legislativo del espíritu de la Carta Europea de los Derechos Fundamentales y su descripción inicial del Derecho a una Buena Administración.

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